“La invención de Hugo”: Recordar por qué amas el cine

 “La invención de Hugo”: Recordar por qué amas el cine

 

“La invención de Hugo” es un regalo para todo amante del cine. Martin Scorsese obra el milagro y firma una obra maestra que nos devuelve la fascinación por los comienzos del cine de la mano de Georges Méliès.
 
Reconozcámoslo: a los que, en mayor o menor medida, nos dedicamos a hablar o a escribir de cine, nos resulta cada vez más difícil que una película verdaderamente nos ilusione. Sí, podemos destacar algo, sentirnos gratificados y encontrar motivos para recomendar una cinta. Pero esa conmoción interna, esa fibra sensible que nos remite a las primeras impresiones, cuando nos sentábamos en una sala oscura y lo que aparecía en la pantalla literalmente nos transportaba… Bien, esa impresión, tan frecuente cuando comenzamos a amar el cine, seguramente cuando éramos niños y a veces por títulos que ni siquiera lo merecían, simplemente se desvanece. En eso también nos hacemos mayores.
 
 
Hasta que, muy de vez en cuando, hay algo que resucita. Porque sólo cuando se habla un común lenguaje de amor por este arte, por sus principios, por el origen primero de esa sensación que nos saca de la rutina diaria y nos sume en una maravilla irreal en la que dejarnos atrapar por el truco, la sencillez de la ilusión, sólo entonces puede establecerse un lazo fuerte entre el espectador y lo que éste ve. Y Martin Scorsese obra el milagro con “La invención de Hugo” (ver tráiler y escenas), conectándonos con la osadía de aquellos pioneros que se dieron cuenta de que un mero pasatiempo visual, un hallazgo tecnológico al que, sin embargo, sus inventores no quisieron dar toda la importancia que merecía —y que no por casualidad fue desarrollado por gentes más cercanas a campos como el de la magia—, estaba llamado a ser el entretenimiento del futuro.
 
 
Reducir esta obra al ámbito juvenil —probablemente los más pequeños se aburran o no entiendan lo que sucede ante ellos— sería una limitación injusta. Al contrario, Scorsese firma una obra perfectamente coherente con la de un septuagenario que sigue encontrando alicientes en ponerse tras una cámara y plantearse una historia, y que ha encontrado una excusa perfecta para dar rienda suelta a su cinefilia. Porque puede que París, en realidad, nunca fuese así, y que todo sea una mirada idealizada pero, ¿qué más da? Hace mucho tiempo que existe una memoria común de los sitios y las épocas que está más allá de lo que fueron en realidad. Existe ya otra realidad en nosotros, la del cine.
 
 
“La invención de Hugo” es aventura, y es a la vez el regalo de entrar en el estudio de Georges Méliès mientras éste filmaba sus películas abracadabrantes, quizá sin imaginar que entre sus cuatro paredes empezaba todo, en comunión con un puñado de visionarios repartidos por todo el mundo. Y también es el regalo de asistir a un desfile de personajes y escenarios similares a los de nuestros sueños cuando aún aspirábamos a ser inocentes: la librería del señor Labisse —un Christopher Lee capaz de dejar que su grave e intimidatoria voz se tiña de ternura—, la Biblioteca de la Academia del Cine, los juguetes mecánicos y las máquinas estropeadas siempre tan tristes.
 
 
Y sobre todo, es la mirada de dos niños, los azulísimos ojos de un Asa Butterfield que parece sacado de las páginas del mejor Charles Dickens, la radiante luminosidad de una Chloë Grace Moretz que tiene verdadera madera de estrella ¿Quién no se dejaría arrastrar por Hugo Cabret? ¿quién no se sentiría identificado en su obstinación por encontrar la razón de por qué está aquí? Y si todo lo contemplamos desde la esfera de un gran reloj que tiene París a sus pies, una estación en la que nada importa a dónde vas o de dónde llegas, te rodea la bellísima partitura de Howard Shore y te interroga la mirada de un autómata extrañamente sabio, llegamos a la conclusión de que, desgraciadamente, tardaremos en sentir la misma emoción con otra cinta. Eso, de hecho, es lo único malo que puede decirse de este gran regalo de quien, lejos de despachar un encargo, nos ha obsequiado con una obra maestra.

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